La pérdida del asombro (o la banalización de la mirada en la era de la abundancia visual)
No sería del todo justo decir que el mundo era un completo misterio antes de la aparición de la fotografía a principios del siglo XIX. Afirmarlo con tanta seguridad sería una ofensa a los tantos exploradores, cronistas, cartógrafos y pintores que dedicaron su vida a acercar a las personas a lugares y civilizaciones remotas, geográfica y culturalmente, a las suyas.
Con la llegada de la fotografía, y entre sus primeras prácticas, el registro documental, cambiamos la fe en las historias y las ilustraciones por el conocimiento a través de la luz impresa en materiales fotosensibles. En un principio, fotógrafos como Niépce, Daguerre o Fox Talbot estaban determinados a darle mayor objetividad a lo que durante siglos solo podía conseguirse mediante la ilustración y la pintura: encontrar la verdad a través de las imágenes.
Es cierto que en ese entonces el proceso fotográfico era, además de extremadamente complejo, de uso poco común entre el público. Su accesibilidad estaba casi limitada a científicos e inventores (hombres, por supuesto). Pero a lo largo del siglo XIX y principios del XX, el proceso se fue simplificando y dando paso a tecnologías más prácticas y convenientes. Los daguerrotipos y calotipos fueron reemplazados por las cámaras Kodak y Leica. El colodión y las placas de vidrio por el celuloide.
Calle de la Tesorería, Canton (1860). Fotografía de Felice Beato (1832-1909). © Propiedad del J. Paul Getty Museum.
Si bien ya existían registros fotográficos de lugares y culturas remotas desde mediados del siglo XIX, como el trabajo de Felice Beato o John Thompson en la China de la dinastía Qing, la labor documental de la fotografía se convirtió en algo más sencillo y realizable gracias a la introducción de cámaras como la Kodak Brownie o la Leica I. No solo destacaban por su diseño fácil de transportar, sino por la sencillez de su sistema y la oportunidad de hacer fotografías con menor tiempo de exposición.
Y así, el mundo empezó a hacerse más pequeño.
Durante gran parte del siglo XX, los fotógrafos documentales y fotoperiodistas fueron los ojos del mundo. A través de sus imágenes, las personas podían descubrir culturas, territorios y realidades completamente fuera de su alcance. Una fotografía en una tarjeta postal, una revista gráfica o un libro era, en sí misma, una ventana inédita hacia lo desconocido.
Hoy, sin embargo, vivimos en una era donde todo parece haber sido visto. Donde ya no nos asombra lo lejano ni lo diferente.
La llegada de internet y las redes sociales nos ofrece un acceso instantáneo a cualquier rincón del planeta. Basta escribir “India”, “África” o “Amazonas” en un buscador para obtener miles de resultados. Además, la proliferación de cámaras digitales, smartphones, drones y otros dispositivos ha convertido el acto de registrar en algo cotidiano.
Esto no quiere decir que la mayor facilidad para obtener una cámara sea un problema en sí. Es, de hecho, la razón por la cual miles de jóvenes pueden comenzar sus carreras como fotógrafos documentales y fotoperiodistas desde muy temprano. No solamente porque es más sencillo encontrar una cámara que se ajuste a sus necesidades y presupuesto, sino que también pueden compartir sus fotografías con millones de personas en sus plataformas digitales y en un instante. El problema no es el acceso, sino la saturación.
Cuando todo está disponible, nada sorprende. Cuando todos registran, mirar deja de tener peso. Es triste porque, con el paso del tiempo, la función de la fotografía documental se ha diversificado para expandir nuestro conocimiento y encender el sentido crítico. De la fotografía de viaje y los retratos familiares, pasamos a la fotografía como evidencia de tiempos pasados, de ciudades en crecimiento, de conflictos y guerras, de luchas sociales y de vidas cotidianas en las metrópolis y en el campo. ¿A dónde se fue nuestra curiosidad?
Una mujer iraquí camina entre una columna de humo que se eleva desde un gran incendio en una fábrica de gas líquido mientras busca a su marido en Basora, Irak (2003). © Fotografía de Lynsey Addario.
Hoy, en medio del ruido visual, la fotografía documental (que antes revelaba lo invisible) lucha por devolverle al espectador la capacidad de asombro, la sensación de descubrimiento, de empatía y la conexión con lo humano.
Este año, en el que he vuelto a reconectar con mi pasión por la fotografía, también me ha servido para reflexionar sobre los desafíos que enfrentamos los fotógrafos en el siglo XXI. Y verlo desde la perspectiva de un desafío es, para mí, algo esperanzador e incluso bonito. No entender los cambios como problemas u obstáculos, sino como una oportunidad de redefinir la misión de nuestro oficio. La fotografía documental ya no solo debe mostrar el mundo, sino reencantarlo.
Nuestro medio compite con formatos de entretenimiento (vlogs, influencers y viajes superficiales) que simplifican culturas y paisajes para el consumo rápido. Es más sencillo digerir un reel o un video corto para “conocer” un destino o una cultura. Pero el público, acostumbrado a la inmediatez, puede confundir ver con conocer, y conocer con comprender. El fotógrafo contemporáneo tiene la misión, y el desafío, de recuperar el misterio de mirar: de volver a hacer que una imagen invite a detenerse, no solo a deslizar el dedo al servicio de los algoritmos.
El mundo no ha sido descubierto: ha sido fotografiado millones de veces, pero aún espera ser visto con profundidad. Y eso nos invita enfrentar otro desafío más: a repensar las historias que están esperándonos por ser capturadas por nuestros lentes. Pienso que sería un poco precipitado preguntarnos si aún es posible encontrar temas de gran relevancia en los rincones más alejados del planeta. Quizás, pienso, los relatos más urgentes nos están esperando a la vuelta de la esquina.
El reto, entonces, no es documentar lo nuevo, sino mirar lo conocido con una sensibilidad que lo vuelva nuevo otra vez. Esa es, quizás, la verdadera tarea del fotógrafo documental del siglo XXI.